Leandro, Un Hombre de Afuera Hacia Adentro

Buenos Aires ama sus bares, sobre todo aquellos que atesoran la fragancia de los primeros tiempos, los bares sencillos, míticos, despiertos.

Buenos Aires ama sus bares, ama la tibieza de sus salas y el murmullo oculto en el silencio cuando cierran sus puertas; ama el rito de sus historias contadas como en secreto y el alimento de las experiencias compartidas, ama las notas dejadas al pasar en papelitos sueltos, ama a sus sujetos ávidos de aprender códigos nuevos.

Buenos Aires ama sus bares y sus oscuros rincones donde aguardan los duendes de los circunstanciales maestros; ama los diálogos y las discusiones que interrumpe el café del entretiempo. Ama a los exaltados, dueños siempre de la última palabra, a los introvertidos y a los tímidos que temen la crítica, a veces justa, otras sin piedad, a veces necesaria y otras inapropiada.

Buenos Aires ama sus bares y a su gente, a pesar de las injustas críticas y los incrédulos que observan desde fuera y no entienden sus encantos; ella ama sus bares porque son ellos los que enfrentan la aspereza cotidiana siempre atildados de fiesta, como si quisieran transmutar el dolor de los hombres con la esperanza que brota de sus verdades reveladas y del luminoso manantial de sus poetas.

Buenos Aires ama sus bares, los ama como una madre generosa y cándida que sale siempre al encuentro de las historias de su gente. Una noche de verano, tiempo atrás, Leandro fue al encuentro de Alicia a quien no veía desde hacía más de trece años. Una repentina transpiración le enfriaba la frente. Observó la esquina, dudó y con un inadvertido temblor entró al bar. Lo acompañaban los fantasmas de una vida singular. 

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